Tanta Cruz de los niños

Por: Alfonso Wieland – Paz y Esperanza Internacional
He visitado un barrio ubicado cerca al anillo cinco de la ciudad boliviana de Santa Cruz. Son las 11 am de un día miércoles y lo que más llama la atención son jóvenes atiborrando precarios negocios con juegos instalados en computadoras vetustas. Aquí no hay estación de policía y sólo hay un colegio. 
Un Reverendo brasileño que realiza labores pastorales en este barrio, nos pide visitar a Blanca y sus tres menores hijos. De una destartalada choza sale ella y los niños. 
Santa Cruz de la Sierra es una pujante ciudad boliviana, en términos de población está por encima de La Paz y El Alto, con casi dos millones de habitantes. En 1976 la población llegaba a los 325 mil personas. Migrantes de distintos puntos de Bolivia llegaron en busca de tierras, pero sobretodo, buscando aprovechar el boom económico provocado por la explotación del hidrocarburo, la construcción y la agroindustria. Es por eso que la población se dedica a servicios terciarios y la informalidad llega a casi el 60%. Santa Cruz, concentra poblaciones de orígenes distintos: descendientes de españoles, de la etnia guaraní, quechuas, aymaras, etc., pero también migrantes de otras partes del mundo: alemanes, italianos, yugoslavos, brasileños, japoneses, chinos, libaneses, palestinos. Como muchas ciudades suramericanas, Santa Cruz materializa los contrastes de la concentración de riqueza en pocas manos y el grueso número de gente pobre, que sobrevive con magros ingresos. 
Diseñada por anillos que segmentan la ciudad hasta en seis zonas, Santa Cruz puede sorprender por sus grandes edificios ubicados a poca distancia de barrios pobres. Los contrastes se reflejan también por la carencia de protección, particularmente a niños y mujeres en situación de pobreza. 
Blanca es una mujer de 32 años de edad, la mirada desviada y un hablar entrecortado. Angie es su hija mayor, de solo 12 años. Los otros dos niños aparentan entre 10 y 7 años de edad. 
El pastor le pide a Blanca que cuente su historia. “Me case enamorada, impresionada como hablaba él, su forma de ayudar a otras personas, su aparente amor por las familias que sufrían” empieza. “Pero un buen día me di cuenta que me engañaba con otra mujer. Le encaré, le dije que la Biblia dice: “Nadie puede servir a dos señores” y por lo tanto tampoco a dos señoras. Pero él no me hizo caso, me dijo que era “un siervo del Señor, que la otra mujer le hacía feliz y ella no” menciona con dolor. Continúa diciendo que desde entonces él la empezó a maltratar física y verbalmente. Ella le pedía que se fuese, que la dejase, que se encargara sólo de mantener a sus hijos. Luego se enteró que no sólo andaba con una sino con varias mujeres, todas ellas captadas de la iglesia donde él apoyaba como co-pastor. 
Cansada, Blanca decide hablar. Pide una cita a los líderes de la iglesia evangélica, les cuenta su drama. Ellos terminan diciéndole: “Debes tener paciencia, reconcíliense, él tiene un ministerio que cuidar”. 
A medida que va hablando, empiezan a temblarle las piernas, los ojos se les caen más. Angie, la niña, le dice con voz firme: “Tranquila mamá. Tranquila. Ese hombre nunca más le pondrá una mano encima. Yo la cuido a usted”. Luego Angie retoma la conversación. Un día, el hombre llegó furioso a la casa, se molestaba de todo y de todos. Quiso maltratar a sus hermanos y Blanca se lo impidió. Descontrolado, el mal esposo tomo un fierro y le golpeo varias veces en la cabeza, dejándola desmayada. Angie sólo recuerda que salio a pedir ayuda. Llevaron a su madre al hospital. Sin dinero y con el apoyo de vecinos, pudo librarse de la muerte pero las secuelas fueron definitivas. 
El esposo huyo, hoy Blanca sólo sabe que el tipo sigue vinculado a un grupo religioso. Desde esa fecha Blanca perdió casi la cordura. Andaba semidesnuda en la calle, comía excremento, dormía a veces en autos abandonados. Llego a pesar 42 kilos. Angie, cuando la localizaba, literalmente la arrastraba hasta su casa. En una ocasión, miembros de un grupo religioso la encontraron en la calle y pensaron que la mejor manera de ayudarla era practicándole un exorcismo. La llevaron a la iglesia, y con gritos, golpes en el rostro y haciéndola revolcar en barro, intentaron vanamente expulsarle los demonios que supuestamente la tenía esclava. Eventualmente, Angie pudo sacarla de ese culto absurdo a la vanidad religiosa. 
Meses después, llegó al barrio el pastor brasileño. Con cuidado y amor por las personas del lugar, formó un grupo de estudio de la Biblia. Allí conoció a Blanca, a Angie y otras familias y niños abandonados. Fue entonces que canalizó ayuda médica y humanitaria para Blanca. El caso de ella le sensibilizó y desde entonces enfatiza en la necesidad de que el evangelio traiga justicia a mujeres como Blanca. “Angie, tienes mucha fuerza dentro de ti. ¿Crees aún en Dios?”, le pregunto con vergüenza. Ella sonriendo, con alegría, me dice que sí. Pero vuelve a reiterar “Ese hombre nunca más tocará a mi madre. Es malo, incluso vendió a uno de mis hermanos a una tía que no podía tener hijos”. Yo la miro y se que en el camino, esta niña fue obligada por las circunstancias a ser adulta. A ser madre de la madre, madre de los hermanos, madre de si misma. Algunos investigadores mencionan que entre los 7 a 14 años de edad es la etapa de formación de los sentimientos. 
Niñas como Angie han debido saltar etapas, hacerse fuertes, minimizar sus sentimientos, enfrentar responsabilidades que no son para ellas. Es la muerte de la niñez a manos de la defección de los adultos. Todos conocemos niños y niñas prematuramente hechos adultos. Viven alrededor nuestro. Sobreviven. 
Santa Cruz puede atestiguar cómo mujeres y niños deben cargar una pesada cruz sobre ellos a diario. Cruz de dolor y espanto. Según estadísticas oficiales, en Bolivia, de cada 100 parejas, 14 mujeres han sufrido serias lesiones (heridas y fracturas) a manos de su esposo o compañero masculino. El departamento de Santa Cruz reporta la más alta tasa de violencia sexual contra niños y niñas en Bolivia. Los medios de comunicación resaltan noticias referidas a violencia provocada por la delincuencia común, las guerras o el terrorismo. 
Hoy sabemos que la violencia intrafamiliar es la causante en el mundo de más muerte de personas que los causados por los conflictos armados y las guerras civiles. Esa violencia que sucede detrás de las puertas de los hogares es ya un delito contra la humanidad, de interés público. La sociedad política y civil, las iglesias no pueden estar a espaldas de esta realidad. La lucha casi solitaria emprendida hace décadas principalmente por personas y grupos vinculados a sectores feministas, intelectuales progresistas y minorías religiosas, no debe ser más así. Debe ser una lucha masiva, frontal, definitiva. Nunca más debemos tolerar conductas justificadas en textos mal interpretados de la Biblia, usados para sostener la violencia física, psicológica, sexual contra las mujeres. 
El poder mal usado contra mujeres y niñas es una injusticia que abomina Dios. Aquellos que nos definimos como cristianos no podemos tolerar historias como las de Blanca y Angie. No más cruces para ellas. No más. 
Santa Cruz, Bolivia, Mayo 2010

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